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El agrimensor literario.

                                          Gaceta

Medida, tiempo y dimensión de los espacios literarios e ilustrados

Nº 1

Editorial YO

Marguerite Duras

 

/ ESCRIBIR

 

La soledad de la escritura es una soledad sin la cual el escribir no se produce, o se fragmenta exangüe de buscar qué seguir escribiendo. Se desangra, el autor deja de reconocerlo. Y ante todo, nunca debe dictarse a secretaria alguna, por hábil que sea, y, en esta fase, nunca hay que dar a leer lo escrito a un editor.

Alrededor de la persona que escribe libros siempre debe haber una separación de los demás. Es una soledad. Es la soledad del autor, la del escribir. Para empezar, uno se pregunta qué es ese silencio que lo rodea. Y prácticamente a cada paso que se da en una casa y a todas horas del día, bajo todas la luces, ya sean del exterior o de la lámparas encendidas durante el día. Esta soledad real del cuerpo se convierte en la, inviolable, del escribir. Nunca hablaba de eso a nadie. En aquel período de mi primera soledad ya había descubierto que lo que tenía que hacer era escribir. Raymond Queneau me lo había confirmado. El único principio de Raymond Queneau era éste: “Escribe, no hagas nada más”. Escribir: era lo único que llenaba mi vida y la hechizaba. La escritura nunca me ha abandonado.

 

Otros escriben, yo leo

“La poesía no quiere adeptos, quiere amantes". 

 

Federico García Lorca. 

 

Entre líneas

 El año que es abundante de poesía, suele serlo de hambre.

A escena
ASESINATO
 
(DOS VOCES DE MADRUGADA EN RIVER SIDE DRIVE)
¿Cómo fue?
-Una grieta en la mejilla.
¡Eso es todo!
Una uña que aprieta el tallo.
Un alfilez que bucea hasta encontrar las raicillas del grito.
Y el mar deja de moverse.
-¿Cómo, cómo fue?
-Así.
-¡Déjame!
¿De esa manera?
-Sí.
El corazón salió solo.
 -¡Ay, ay de mí!
 
 
 
Poeta en Nueva York

Parece, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la mesma experiencia, madre de las ciencias todas.

 

 

'Cien años de soledad'

 

Gabriel García Márquez

 

Fascinado por el hallazgo, Aureliano leyó en voz alta, sin saltos, las encíclicas cantadas que el propio Melquíades le hizo escuchar a Arcadio, y que eran en realidad las predicciones de su ejecución, y encontró anunciado el nacimiento de la mujer más bella del mundo que estaba subiendo al cielo en cuerpo y alma, y conoció el origen de dos gemelos póstumos que renunciaban a descifrar los pergaminos, no solo por incapacidad e inconstancia, sino porque sus tentativas eran prematuras. En este punto, impaciente por conocer su propio origen, Aureliano dio un salto. Entonces empezó el viento, tibio, incipiente, lleno de voces del pasado, de murmullos de geranios antiguos, de suspiros de desengaños anteriores a las nostalgias más tenaces. No lo advirtió porque en aquel momento estaba descubriendo los primeros indicios de su ser, en un abuelo concupiscente que se dejaba arrastrar por la frivolidad a través de un páramo alucinado, en busca de una mujer hermosa a quien no haría feliz. Aureliano lo reconoció, persiguió los caminos ocultos de su descendencia, y encontró el instante de su propia concepción entre los alacranes y las mariposas amarillas de un baño crepuscular, donde un menestral saciaba su lujuria con una mujer que se le entregaba por rebeldía. Estaba tan absorto, que no sintió tampoco la segunda arremetida del viento, cuya potencia ciclónica arrancó los quicios de las puertas y las ventanas, descuajó el techo de la galería oriental y desarraigó los cimientos. Solo entonces descubrió que Amaranta Úrsula no era su hermana, sino su tía, y que Francis Drake había asaltado Riohacha solamente para que ellos pudieran buscarse por los laberintos más intrincados de la sangre, hasta engendrar el animal mitológico que había de poner término a la estirpe. Macondo era ya un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico, cuando Aureliano saltó once páginas para no perder el tiempo en hechos demasiado conocidos, y empezó a descifrar el instante que estaba viviendo, descifrándolo a medida que lo vivía, profetizándose a sí mismos en el acto de descifrar la última página de los pergaminos, como si estuviera viendo en un espejo hablado. Entonces dio otro salto para anticiparse a las predicciones y averiguar la fecha y las circunstancias de su muerte. Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra. 

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