Clásicos.
“El pasado entierra al pasado y debe terminar en silencio, pero puede ser un silencio consciente, que permanece con los ojos abiertos”.
El mar, el mar.
Iris Murdoch.
Robert Musil
Robert Musil
El hombre sin atributos
El hombre sin atributos era en la actualidad uno de ellos.
—«De esto se pueden sacar dos conclusiones» —se dijo para sí.
El rendimiento de los músculos de un ciudadano, que cumple tranquilamente con sus deberes ordinarios durante toda la jornada, es mayor que el de un atleta que tiene que levantar una vez al día pesos enormes; esto está fisiológicamente demostrado. Es, pues, lógico que las pequeñas obras cotidianas, en su importe social y en cuanto interesan para esta suma, presten mucha más energía al mundo que las acciones heroicas. Una heroicidad aparece tan diminuta como un grano de arena echado ilusionadamente sobre un monte. Este pensamiento le agradó. Hay que añadir, sin embargo, que le agradó no porque amara la vida burguesa; o al contrario, le gustó porque se complacía en combatir sus inclinaciones. ¿No es precisamente el burgués refinado quien presiente el comienzo de un nuevo heroísmo colosal, colectivo e inquietante? Se le llama heroísmo racionalizado y se le encuentra así muy bonito. ¿Quién lo puede saber ya hoy? En tiempos pasados se hacían centenares de preguntas semejantes, que no por haber quedado sin contestar han disminuido en importancia. Flotaban en el aire, abrasaban bajo los pies. El tiempo corría. Gente que no vivió en aquella época no querrá creerlo, pero también entonces se movía el tiempo, y no sólo ahora, con la rapidez de un camello de carreras. No se sabía hacia dónde. No se podía tampoco distinguir entre lo que cabalgaba arriba y abajo, entre lo que avanzaba y retrocedía. «Se puede hacer lo que se quiera —se dijo a sí mismo el hombre sin atributos—; nada tiene que ver el amasijo de fuerzas con lo específico de la acción.» Se retiró como una persona que ha aprendido a renunciar, casi como un enfermo que evita todo esfuerzo violento; y cuando pasó junto al balón de boxeo que colgaba en la habitación contigua, le soltó un golpe tan rápido y fuerte como no es común en espíritus sumisos ni en estados de debilidad.
Iris Murdoch
El mar, el mar
" Siguieron algunos de los días más extraños que guardo en mi memoria. Hartley se negaba a bajar. Permanecía escondida en su habitación, como un animal enfermo. Yo cerraba su puerta con llave, temeroso de que saliera y tratara de ahogarse, y no le dejaba velas ni cerillas por si intentaba quemarse. En todo momento, temía por su seguridad y su bienestar, y sin embargo no me atrevía a permanecer con ella todo el tiempo, ni casi a permanecer siquiera; es más, apenas si sabía cómo estar con ella. La dejaba sola por la noche, y las noches eran largas, porque ella se acostaba temprano y se dormía enseguida (yo la oía roncar). Pasaba mucho tiempo durmiendo, tanto por la noche como durante la tarde. Para ella, ese olvido por lo menos era un amigo bien dispuesto. Entretanto, yo vigilaba y esperaba, calculando de acuerdo con alguna teoría imposible de enunciar cuáles eran los intervalos adecuados para hacer mis apariciones. La acompañaba en silencio hasta el cuarto de baño. Pasaba largas horas de vigilia sentado en el corredor. Puse algunos almohadones en el cuartito vacío, allí donde había soñado que había una puerta secreta por donde aparecería Mrs. Chorney para reclamar posesión de su casa y me senté sobre los cojines a vigilar la puerta de la habitación de Hartley y a escuchar. A veces, mientras ella roncaba yo dormitaba.
Naturalmente con frecuencia me sentaba con Hartley en la habitación, a hablar con ella o a intentarlo, o bien en silencio. Me arrodillaba a su lado, tocándole las manos y el pelo, acariciándola como se acaricia a un pajarillo. Tenía las piernas y los pies desnudos, pero insistía en ponerse mi bata sobre el vestido. Sin embargo, con pequeños contactos me familiaricé subrepticiamente con su cuerpo: con su peso y con su masa, con los magníficos pechos rotundos, los hombros regordetes, los muslos; y gustosamente, me habría acostado con ella, pero se resistía, con la más tenue de las señales, a mis mínimos esfuerzos por desvestirla. Se quejaba de no tener maquillaje, y envié a Gilbert a la aldea a comprar lo que necesitaba; entonces, delante de mí, se arregló la cara. Esa pequeña concesión a la vanidad me pareció un auspicio portentoso. Pero seguí con miedo, de ella y por ella. Mi silenciosa negativa implacable a dejarla ir ya era suficiente violencia. Temí que cualquier otra presión pudiera producir algún frenesí de hostilidad o un retraimiento más extremo aún, que me volviera tan loco como ella estaba; pues por momentos pensé que estaba loca. Así coexistíamos en una especie de delirante tolerancia mutua, misteriosa y precaria. A intervalos, Hartley repetía que quería irse a casa, pero aceptaba pasivamente mis firmes negativas, y eso me daba ánimos. Naturalmente, a cada hora que pasaba, su miedo de volver debía de ir en aumento, y ese mismo hecho me daba esperanzas. ¿Llegaría un momento en que la magnitud de su miedo la hiciera automáticamente mía?
En realidad, aunque de trivialidades y a intervalos irregulares, lográbamos conversar. Cuando yo intentaba recordarle viejos tiempos, no siempre me dejaba sin respuesta; y por momentos, yo sentía que con mi «tratamiento», basado en la intensidad de mi amor y mi compasión por ella, iba progresando un poco. Una vez, de forma totalmente inesperada, me preguntó qué había pasado con la tía Estelle. No pude recordar haberle hablado de la tía Estelle, hasta tal punto había hecho de la familia de mi tío un tema tabú. "
Iris Murdoch
(1919/07/15 - 1999/02/08)
Escritora y filósofa británica
Nació el 15 de julio de 1919 en Dublín.
Hija de una pareja anglo-irlandesa, su familia se muda a Londres cuando sólo contaba un año de edad, pero sus orígenes irlandeses fueron una poderosa influencia sobre ella.
Trabajó para el Tesoro británico durante la guerra. De 1944 a 1946 trabajó en los campamentos de refugiados en Bélgica. Cursó estudios en la Universidad de Oxford y en el año 1948 fue nombrada miembro del consejo rector y tutora de filosofía.
En 1952, John Bayley, un profesor en prácticas, se enamora de ella. Se casaron en 1956. Tuvo una vida sexual libre de prejuicios. Se acostó con hombres y con mujeres y siempre provocó una irresistible atracción en todos los que la conocían.
Autora de 25 novelas -en 1978 logró el premio Booker con El mar, el mar-, su primer libro editado fue, Sartre, el racionalista romántico (1953), un estudio sobre el existencialismo francés. Otro de sus principales ensayos es Reflexiones filosóficas (1992). Inició su carrera como escritora de ficción con Bajo la red (1954). Diez años más adelante escribe también para el teatro con la adaptación de su novela Una cabeza cercenada (1961; junto a J.B. Priestley, 1963).
Entre sus novelas cabe destacar La muchacha italiana (1964; adaptada para el teatro en colaboración con James Saunders, 1967); Una derrota bastante honorable (1970); Un hombre accidental (1972); La máquina del amor sagrada y profana (1974), y El buen aprendiz (1986). Entre sus últimas obras destaca la novela El caballero verde (1994).
Su breve flirteo con el Partido Comunista fue suficiente para que los Estados Unidos le denegaran la entrada al país, tras haber obtenido una beca por la Fundación Rhodes.
Iris Murdoch falleció en Londres el 8 de febrero de 1999 en los brazos de su marido, el crítico John Bayley, cuyos libros de memorias han sido la principal inspiración de "Iris", la película dedicada a la escritora irlandesa.
EL MAR
(Fragmento del Mahabarata)
Los hermanos Vinata y Kadrú, cuando la noche hubo comenzado a disiparse, hacia la mañana, al salir el sol, apresuradas e impacientes corrieron por la ribera… Allí vieron el mar de aguas profundas; el mar con su gran poblado, poblado de peces y de ballenas, de tiburones, de animales innumerables, espantosos, horribles y de variadas formas, de tortugas y cocodrilos: el mar terrible, cuyo clamor asusta, infranqueable por sus remolinos profundos, que llevan el miedo al corazón de las criaturas; el mar, removiéndose en sus orillas por la acción vigorosa del viento encrespándose por el furor de su agitación, acercándose, retirándose y removiendo sus innumerables ondas; el mar lleno de ondas que se hinchan cuando la luna crece, la mina más rica de pedrerías; el mar que produjo la concha de Krishna. Turbado en otro tiempo hasta su fondo por el poderoso Govinda, cuando bajo la forma de un jabalí estuvo buscando al tierra bajo sus ondas agitadas; ese mar, cuyo fondo no pudo encontrar durante cien años el Brahmarsi Atri, y que se apoya siempre en la bóveda del cielo; ese mar, sombrío lecho de Vishnú en su esplendor infinito, origen de loto, cuando en la remota época de la renovación del mundo, saboreaba el éxtasis de su absorción en el seno del absoluto el mar que allana las montañas conmovidas por la caída del rayo el mar, asilo de los Asuras vencidos por los dioses, ese mar que ofrece a Agni la ofrenda de su oleaje, se mostró a las dos hermanas como inconmensurable y como rey de las riberas. Y ellas contemplaron el vasto océano que parecía danzar en todas sus ondas y hacia el cual, rebosando de aguas profundas, se dirigía sin cesar una multitud de caudalosos ríos…